Había una vez una viuda rica, de rostro hermoso y cuerpo vigoroso, ni vieja ni joven, que se llamaba Madre Rusia. Se había casado dos veces, la primera con el campesino-bogatyr Mikula Selianinovich, y la segunda con el no menos renombrado v/arnoT-bogatyr Il’ia Muromets.
Sus maridos le habían dejado incontables riquezas. Y Dios había bendecido sus dos matrimonios con muchos hijos. En su mayoría, sus hijos eran gente trabajadora y valientes guerreros. Trabajaban la tierra de su padre y la protegían de los vecinos hostiles.
Pero, como siempre ocurre, la familia no estaba exenta de ovejas negras. La madre Rusia también tenía algunos hijos que eran buenos para nada, holgazanes, borrachos y charlatanes de cabeza hueca. Y no es de extrañar que estos inútiles se apoderaran de todos los demás hijos de la viuda.
Cuando la cariñosa madre empezó a afligirse y a enfermar por su indecente libertinaje, asumieron el control de ella y de todas sus posesiones. Y empezaron a despilfarrar y a beberse su riqueza, y a enviar toda clase de curanderos para tratar de curar a su madre enferma.1