Neo-Marxismo

Hay al menos seis corrientes intelectuales en el siglo XX, que serían importantes para la sociología cultural posteriormente. Se trata de (1) una lectura particular de Marx (denominada occidental/cultural/humanista/neomarxismo); (2) la teoría social (tardía) durkheimiana; (3) la semiótica y el estructuralismo francés; (4) el postestructuralismo; (5) la antropología cultural; y (6) la sociología fenomenológica:

Dos estudiosos fueron fundamentales para promover el pensamiento marxista más allá del materialismo histórico y hacia un papel más importante de la cultura en la dominación capitalista: Georg Lukács con su trabajo sobre la mercantilización (y su reconsideración de los Manuscritos económicos y filosóficos de Marx) y Antonio Gramsci con su teoría de la hegemonía, que enfatizaba que la dominación está condicionada por el control de las ideas y creencias en la sociedad. Este pensamiento marxiano fue retomado por la primera generación de la Escuela de Fráncfort, sobre todo por Theodor W. Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamin. Una de sus preocupaciones era la reproducción de la cultura popular a través de los nuevos medios tecnológicos y su repercusión en la sociedad de masas, que es impedir el pensamiento crítico y difundir la ideología capitalista. Aunque jugaba con los valores de la individualidad y la libertad de elección, la cultura popular estaba de hecho estandarizada por la lógica capitalista, argumentaban. Louis Althusser estableció una lectura más cultural de los últimos escritos de Marx. Se centró en cómo las partes constituyentes de la superestructura -la ideología, el Estado y el sistema legal- interactúan para reproducir el capitalismo, argumentando que tienen una «autonomía relativa» respecto a su base económica. Las ideas y las instituciones toman forma según su propia lógica, pero la economía define sus límites. Lo que une a estos teóricos es que asignan importancia a la cultura como objeto de investigación, aunque sólo en términos de ideología. Desde este punto de vista, la cultura nos impide evaluar críticamente las circunstancias de nuestras vidas y nos atrapa en una falsa conciencia.

El estudioso que continuó directamente el legado de la obra posterior de Durkheim es su sobrino, Marcel Mauss. En su obra más conocida, El don, sostuvo que el intercambio de regalos es fundamental en todas las sociedades del mundo. Aunque el intercambio suele incluir mercancías, su valor material es secundario respecto al valor simbólico y las obligaciones normativas que implican. Maurice Halbwachs sería otro de los estudiosos durkheimianos de esta generación cuyo trabajo demuestra que la memoria colectiva es una fuente central de solidaridad en las sociedades. En la segunda mitad del siglo XX, las figuras intelectuales más importantes que impulsaron la teoría cultural durkheimiana fueron los antropólogos culturales, especialmente Mary Douglas y Victor Turner, así como el sociólogo Robert Bellah. Turner ofreció una teoría del cambio cultural con su concepto de liminalidad, que es un estado de transición caracterizado por un bajo grado de estructuración. A diferencia de la noción de anomia de Durkheim, el estado liminal se define por el debilitamiento de las distinciones sociales y el fomento de la creatividad. En estos momentos, según Turner, se forman comunidades definidas por la igualdad y la solidaridad (communitas). Mary Douglas se interesó por la clasificación cultural y retomó los trabajos de Durkheim y Mauss al respecto para estudiar la purificación y la contaminación simbólicas como fundamentos del orden social. Lo que se considera sucio y repugnante puede variar entre culturas, pero no es aleatorio, argumentó. En cambio, las creencias sobre la contaminación se basan en reglas de clasificación y se imponen mediante rituales de separación de lo puro y lo impuro. Robert Bellah argumentó en su famoso ensayo «Civil Religion in America» que todas las creencias colectivas tienen una dimensión religiosa, aunque se refieran a cuestiones seculares. La vida pública, según Bellah, está estructurada por creencias de tipo religioso, que se refieren no sólo a las ideas judeocristianas, sino a los símbolos nacionales imbuidos de significado sacral (por ejemplo, el Estatuto de la Libertad en Estados Unidos, el Brandenburger Tor en Alemania y la Marianne en Francia).

El estructuralismo sostiene que la experiencia humana está arraigada en mecanismos fundacionales, que están modelados por el lenguaje y exigen un estudio objetivo. El análisis cultural basado en el estructuralismo estudia la cultura «como el lenguaje». La agencia humana, que actualiza el lenguaje a través del habla, es irrelevante en estos análisis. El estructuralismo está especialmente en deuda con la lingüística estructural de Ferdinand de Saussure. Éste distinguió la langue (lengua) de la parole (habla), centrándose exclusivamente en la primera, y además diferenció entre el significado (lo referido por la lengua) y el significante (lo referido). Su argumento central es que la relación entre el significante y el significado es arbitraria pero convencional. La tarea consiste, por tanto, en comprender estas convenciones de la significación, que siempre están estructuradas por oposición. Partiendo de la lingüística estructural de Saussure, el principal referente del estructuralismo en sentido estricto es Claude Lévi-Strauss. Sus principales objetos de estudio fueron el pensamiento mítico y los rituales, que descodificó como sistemas de clasificación cultural, estructurados por la similitud y la diferencia. La teoría de la cultura de Lévi-Strauss tiene, pues, un parecido con la de Durkheim, aunque apenas se refiriera a él por escrito.

Roland Barthes completó el movimiento intelectual del estructuralismo de utilizar la semiótica para el estudio de la cultura. Insistió en que las distinciones lingüísticas básicas entre langue y parole, significante y significado, pueden aplicarse a todos los sistemas culturales. Para subsanar uno de los puntos débiles de la teoría de Lévi-Strauss, a menudo criticado, que es su carácter estático, Barthes añadió un elemento diacrónico (él lo llamaba sintagmático) al análisis de los signos, concretamente examinando las narraciones. Además, sostuvo que los significantes no sólo denotan significados, sino también otros significantes. A diferencia de la denotación (significación de primer orden), Barthes se refirió a órdenes superiores de significación como la connotación. Al superponer los significados connotativos, los significantes adquieren vida propia. Para Barthes, los signos no son inocuos, sino que forman parte de sistemas ideológicos, lo que demostró con más fuerza en Mitologías. Destacó que la semiótica debe combinarse con el análisis sociológico para examinar cómo los sistemas de signos, como los mitos, contribuyen a justificar y reproducir los órdenes sociales. Así, además de sus muchas otras contribuciones, Barthes añadió una dimensión crítica al análisis estructuralista.

Promovido en parte por Barthes, el postestructuralismo es un movimiento intelectual diverso que busca refinar el pensamiento estructuralista. Al igual que el estructuralismo, el postestructuralismo se ocupa del lenguaje y de las formas simbólicas, como las narraciones, los mitos y los códigos culturales. No se ocupa del individuo soberano, sino de cómo las subjetividades se ven afectadas por los sistemas semióticos en determinadas circunstancias históricas (a diferencia del estructuralismo). En oposición a Saussure y continuando con el concepto de connotación de Barthes, el postestructuralismo rechaza la separación entre el significante y el significado, argumentando que los significados son siempre a su vez significantes. A diferencia del estructuralismo, el postestructuralismo es más crítico con sus propias condiciones de producción de conocimiento y con la noción del analista como observador objetivo. En relación con esto, el postestructuralismo es más sensible a cómo los sistemas culturales se ven afectados por el poder. Por un lado, el poder se examina como la capacidad de abrir los sistemas culturales. Por otro lado, se pregunta cómo el poder cierra los órdenes culturales y los hace parecer naturales. De esto se ocupa, por ejemplo, la idea de «dispositivo» de Foucault, que subsume la maraña de órdenes institucionales y discursivos que limitan y predeterminan lo que se considera normal y anormal. Un movimiento analítico fundamental del postestructuralismo es que considera que los órdenes simbólicos se distinguen de un «Otro» exterior, que es necesario para definir y sostener sus límites.

Michel Foucault realizó la transición del estructuralismo al postestructuralismo en su propia obra centrándose cada vez más en las formaciones de poder generadas por el discurso experto. En su teoría, el discurso controla el pensamiento y la práctica y, al igual que en el estructuralismo, la agencia humana es ajena. Aparte de su creciente interés por las relaciones de poder, su atención a los procesos históricos siempre distinguió su obra de la tradición estructuralista. El análisis del discurso de Foucault rastrea los supuestos epistémicos subyacentes y las pretensiones de verdad, así como las formaciones y prácticas institucionales que se derivan de él. Un elemento que une sus afirmaciones sobre la historia y el poder es que en la modernidad se produce una transición del poder soberano (basado en la jerarquía y en formas físicas, públicas y ritualizadas de castigo) al poder disciplinario (basado en la vigilancia y la racionalidad), que es más profundo al alterar y controlar el comportamiento, el pensamiento y las funciones corporales desde dentro. En contraste con el pensamiento marxista de la ideología, la teoría de Foucault está libre de supuestos dados por sentado sobre la base de los discursos y permite una mayor autonomía analítica, lo que la convierte en un punto de referencia central para la sociología cultural.

Otra figura central del postestructuralismo es Jacques Derrida, cuya obra abordó el acto de interpretación de los textos. En primera instancia y de acuerdo con de Saussure, los significados se generan siempre a través del contraste con los signos ausentes («silencios»). Derrida insistió en la multiplicidad, la contextualidad y la interminable proliferación de significados de los textos, más que en los significados últimos y fijos afirmados por el analista (estructuralista). Derrida demostró que incluso los textos más canónicos pueden ser interpretados de manera que se acumulan lecturas no sólo alternativas sino contradictorias. Así pues, los textos tienen cierta autonomía respecto a las intenciones de sus autores y siempre están plagados de ambigüedad. La búsqueda de la «verdad» en los textos es, por tanto, inútil y, en su lugar, el analista debería dedicarse a la deconstrucción, es decir, a una interpretación hermenéutica lúdica que examine los textos desde muchos ángulos diferentes. Además, el objetivo de esta empresa es examinar las formas en que (diferentes) personas dan sentido a los textos (de diferentes maneras).

Además de Mary Douglas y Victor Turner, otro antropólogo cultural tuvo una importante influencia en el giro cultural de las ciencias sociales en general y de la sociología cultural en particular: Clifford Geertz. Influido por el método interpretativo de Max Weber, así como por el énfasis de Talcott Parsons en los valores y normas culturales, Geertz avanzó un enfoque hermenéutico de la cultura. Durante sus extensas exploraciones etnográficas en Indonesia y Marruecos, desarrolló una perspectiva que consideraba que la cultura impregnaba todos los aspectos de nuestras vidas y que merecía ser estudiada en sus propios términos y de forma interpretativa. El resultado es una «descripción gruesa», una descripción etnográfica de gran densidad de significados y experiencias en entornos locales, que permite extraer conclusiones más amplias sobre la cultura en cuestión. Sin embargo, Geertz evitó hacer afirmaciones teóricas más amplias más allá de los contextos culturales de sus estudios. Los sociólogos culturales posteriores asumirían este reto.

Los enfoques fenomenológicos, como el interaccionismo simbólico y la etnometodología, son otras influencias de la sociología cultural. Los pensadores asociados a estos movimientos intelectuales insisten en la construcción situacional del significado por parte de los agentes humanos. Para los sociólogos culturales interesados en la semiótica, la influencia de estos trabajos es limitada. Para otros, Alfred Schütz, Peter Berger y Thomas Luckmann, así como Erving Goffman, Harold Garfinkel y Harvey Sacks se erigen como influencias importantes (esto es particularmente visible en ciertas vertientes de los estudios sobre ciencia y tecnología, por ejemplo).

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