El lenguaje y la aclaración del significado
Las ideas básicas del positivismo lógico eran, a grandes rasgos, las siguientes: la tarea genuina de la filosofía es aclarar los significados de los conceptos y afirmaciones básicos (especialmente los de la ciencia) -y no intentar responder a preguntas sin respuesta como las relativas a la naturaleza de la realidad última o del Absoluto. En la medida en que en los países de habla alemana seguía prevaleciendo un tipo de metafísica hegeliana extremadamente ambiciosa, de orientación idealista y absolutista, eran muchos los que creían que el antídoto era urgentemente necesario. Además, los positivistas lógicos no hacían más que despreciar y ridiculizar las ideas del existencialista alemán Martin Heidegger, cuyas investigaciones sobre cuestiones como «¿Por qué hay algo?» y «¿Por qué lo que hay es como es?» y cuyos pronunciamientos sobre la Nada (por ejemplo, «la Nada no») les parecían no sólo estériles sino tan confusos como disparatados. Los positivistas lógicos veían la metafísica como una forma irremediablemente inútil de intentar hacer lo que el gran arte, y especialmente la poesía y la música, ya hacen con tanta eficacia y éxito. Estas actividades, sostenían, son expresiones de visiones, sentimientos y emociones y, como tales, son perfectamente legítimas siempre que no pretendan ser una auténtica cognición o representación de la realidad. Lo que el positivismo lógico recomendaba positivamente, en cambio, era una lógica y una metodología de los supuestos básicos y de los procedimientos de validación del conocimiento y de la evaluación.
Una comprensión adecuada de las funciones del lenguaje y de los diversos tipos de significado fue otra de las aportaciones fundamentalmente importantes de los positivistas lógicos. La comunicación y el lenguaje sirven para muchos propósitos diversos: uno es la representación de hechos, o de las regularidades en la naturaleza y la sociedad; otro es la transmisión de imágenes, la expresión y el despertar de emociones; un tercero es el desencadenamiento, la orientación o la modificación de acciones. Así, distinguieron el significado cognitivo-factual del significado expresivo y evocador (o emotivo) en las palabras y oraciones. Se admitía que en la mayoría de los enunciados de la vida cotidiana (e incluso de la ciencia), estos dos tipos de significado se combinan o fusionan. Sin embargo, los positivistas lógicos insistieron en que el tipo de expresión y apelación emotiva no debía confundirse con una que tuviera significados genuinamente cognitivos. En expresiones como los imperativos morales, las admoniciones y las exhortaciones hay, por supuesto, un núcleo fáctico significativo, es decir, relativo a las consecuencias (probables) de diversas acciones. Pero el elemento normativo -expresado por palabras como «debería», «debería», «correcto» y sus negaciones (como en «No debes….»)- no es en sí mismo cognitivamente significativo, sino que tiene principalmente un significado emocional y motivacional.
Las primeras afirmaciones sobre los juicios de valor morales, como las de Carnap o las de A.J. Ayer, un positivista británico más radical, resultaron chocantes para muchos filósofos, a quienes les parecía que, en su descuidada formulación, las normas morales debían ser tratadas como expresiones de gusto. Igualmente chocante fue su condena como sinsentido (realmente sin sentido, es decir, ausencia total de significado fáctico) de todas las afirmaciones morales, estéticas y metafísicas. Análisis más adecuados y delicados, como el del positivista estadounidense Charles Stevenson, no tardaron en corregir y modificar esos extremos. Mediante una asignación adecuada de los componentes cognitivos y normativos (motivacionales) de las afirmaciones de valor, muchos pensadores hicieron más aceptable la originalmente dura e inverosímil visión positivista de los juicios de valor. No obstante, existe -en toda visión positivista- un elemento ineludible de compromiso básico no cognitivo en la aceptación de normas morales, o incluso estéticas.